¿Qué le pasó al Héctor?

junio 15, 2020

 No estaba tan segura de publicar esto pero decidí atreverme de todas formas, un poco como una manera de subirme el ánimo, de superarme a mí misma.  
 
En la universidad tengo una asignatura de escritura interpretativa, donde tuve que escribir un perfil sobre un personaje que me pareciera interesante. Use de protagonista a mí tata, mi abuelo, que falleció hace ya 8 años. 

Cuento corto: la calificación no fue para nada la que esperaba (ni de cerca), lo que me desanimó mucho, no solo porque pensé que tenía... ¿talento, quizá? para esta materia, pero al parecer estaba equivocada. 
 
Tal vez creerán que estoy exagerando la situación (que es probable),  sin embargo creo que el siguiente es un buen ejercicio para enfrentar el fracaso. Pues luego haberme tirado para abajo toda una tarde, creo que la única forma de responder a esta situación y aprender algo al respecto es afrontar todo lo que hice mal, corregirlo, y hacerlo mucho mejor.  
A pesar del mal rato que pasé con mi evaluación, quiero quedarme con el cariño que puse al escribir. Así que después de muchos cambios, les comparto este texto sobre un hombre que me encantaría que siguiera aquí. 

En Valparaíso

¿Qué le pasó al Héctor?
 

El Tigre Norambuena, como era conocido, vivió su juventud viajando alrededor del mundo como marino de la Armada. Aunque su prioridad siempre fue estar con su familia, cada vez que ponía un pie en tierra firme, pensaba en volver a zambullirse en el mar.

"Mi abuelo era guapo, como actor de Hollywood en los años 50's" afirma una de sus nietas al compartir esta fotografía. Su recuerdo llena a la familia de orgullo y amor.  Fuente: archivo familiar.


Hubo un época, ahí por el 2006, en la que cada mañana de verano sus doce nietos y nietas llegaban de a poco a lo largo del día a invadir su casa. Al amanecer, las primeras en tocar la puerta eran dos hermanas peleadoras y gritonas. Su tata las recibía con cariño mientras su hija mayor se iba a trabajar, pero tan pronto como las niñas se acomodaban a tomar desayuno, Héctor gritaba desde la puerta  “¡Estermira! ¡Voy y vuelvo!” para salir rumbo a las torpederas, tan solo con su toalla en mano.

 

Su señora esperaba tranquila a su viejo, lo llevaba haciendo toda la vida, desde que se conocieron hace más de 50 años. Ella era una adolescente la primera vez que cruzaron miradas y algunos piropos, pero tan pronto como se conocieron, él tuvo que dejarla por una misión de la armada y aunque la joven pensó que la olvidaría en ese tiempo, él volvió a Valparaíso solo para casarse con ella

 

Cuando Estermira quedó embarazada de su primer hijo, su esposo ya se encontraba de viaje nuevamente. Ella lo vio venir, pero no le preocupaba. Él le mandaba todo su sueldo desde el lugar del mundo en que estuviera, ansioso por volver a casa.

 

“Te diré que los días se me hacen muy largos, y ojalá que el tiempo se pase rápido para estar nuevamente cerca de ustedes” escribió desde Puerto Williams en una carta de 1982, dirigida a Marcelita, la más joven de sus cuatro hijos, el día de su cumpleaños.

 

Cada vez que aparecía de visita en Valparaíso, sus niñas más pequeñas se escondían debajo de las mesas sin reconocerlo. “¡Es tu papá!”, les gritaban los mayores avergonzados, pero él solo reía pues entendía que ellas tenían sus razones. 

 

Por lo usual él era un hombre grande, alto y musculoso, con una sonrisa amable y dientes muy blancos; pero después de tantos meses (a veces años) de viaje, su apariencia nunca era igual. Tal vez una enorme barba, kilos menos o demás, una que otra cicatriz... lo único que siempre daban por seguro, era que cada año regresaba con menos pelo en la cabeza.


El tiempo demostró que a pesar de la distancia, Héctor se encargó de convertirse en el padre que nunca tuvo y el esposo que su madre merecía. “Mi abuelo era un borracho y echó a todos sus hijos de la casa. Algunos no tenían más de 14 años" recuerda su hija Carolina, por anécdotas que él mismo le contaba. "De alguna manera se las arregló para llegar a Talcahuano. Ahí entró a los marinos y ahí se quedó porque no tenía de otra”, 

 

En la armada, se convirtió en radiotelegrafista y, gracias a que se comunicaba con diferentes países, terminó por aprender cinco idiomas de manera autodidacta (hecho que su familia adora destacar). No obstante, su mayor pasión era nadar; su resistencia y talento para los deportes, acompañado de sus ojos amarillos verdosos, le ganaron el apodo del Tigre Norambuena.

 

Así vivió los mejores años de su vida, entre playas, buques, islas y puertos. El océano fue su hábitat natural desde que la vida se lo impuso, y hasta que la vida se lo quitó. 

 

Estermira, hoy mira las fotografías de su esposo, que adorna con un peluche de tigre en lo alto de un mueble, y se pregunta con tristeza “¿por qué se tuvo que ir tan pronto mi viejo?”

 

Con 77 años, en pleno mes del mar y acompañado de un temporal de esos que hace tiempo no se sienten en la ciudad de Valparaíso, la despedida de Héctor llegó de forma sorpresiva, pero no inconcebible. “A mi papá no lo mató la diabetes” afirma su hija mayor, “a él lo venía matando la tristeza de ver muerta a su primera nieta”.


Desde eso, la vitalidad del Tigre se alejó de las olas. Las playas se convirtieron en no más que un recuerdo que a duras penas observaba desde la ventana de su casa. Sus últimos años  fueron lentos, su partida, un hecho que su familia aún llora y su viuda todavía no termina de asimilar.

 

“¿Qué le pasó al Héctor?” interrumpe su propia narración Estermira, perdida en un momento de confusión. Sus nietos que en ese momento la acompañan se miran un poco incomodos, “¿a qué se refiere abueli?” pregunta uno. “¿Se murió el Héctor?” continúa, revelando la fragilidad de sus memorias, que se esfuerzan en recordar a su marido. “Pensé que estaba en la cocina…”, concluye con tristeza, y sigue con lo suyo en la soledad de un hogar que en otro tiempo fue de ambos.

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