Vivos porque no se han muerto, nada más

noviembre 25, 2020

Caminando por las calles de toda la vida, paso por la esquina que conecta Guillermo II con Santa Rita. Nombres que, ahora, dan lo mismo porque habría sido igual en cualquier rincón de la ciudad.

Me detengo y aunque nunca creí hacerlo, lo echo de menos.  “¿Quién es esta muchacha tan bonita que pasa por aquí?”, hace eco en mi cabeza la voz del Carlos, personaje del Cerro.

Lo imagino con su ropa cochina y maloliente sentado en su vereda de siempre, donde todo el día le llegaba sol. Usualmente pensaba en ignorar su piropo como la falta de respeto que efectivamente era, pero siempre me resignaba a darle las gracias con una lastimosa sonrisa, de esas que estos sujetos reciben poco.

Vejetes como éste hay en todos los cerros del Puerto. Hombres de tan avanzada edad que muchas veces no tienen noción de cómo acabaron así, tan sucios, encorvados, perdidos y solos en medio de una ciudad que goza fama de patrimonio, pero se desentiende de la humanidad. 

Paz Errázuriz, Dormidos (1979)


En Valparaíso se ignora a todos los Toños, Luchos, Juanchos, Papis, que vagan en busca de nada. Pobres hasta de nombre porque a falta de apellido e historia sus vecinos les bautizan con cariñosos apodos que no les hacen justicia a sus naturalezas de “viejos del saco”, borrachos enfermos de cara poco amable.

Por eso los pocos niños que aún juegan en las calles nunca se acercan a sus casas (si se puede llamar así a esas pocilgas sin agua potable, hediondas a caca de toda procedencia), y si lo hacen probablemente solo sea un juego de mocosos aburridos, que van a tirar piedras a ver si el indigente del barrio responde a sus provocaciones. Obviamente los papás no van a frenar la escena. Al final del día a quién le importa.

En la noche, cuando los que tienen techo se guardan, a estos otros seguramente se les encuentre en cualquier calle chupando lo que sea, lo que les alcance, lo que se encuentren. En la mañana seguirán ahí, adornando la decadente imagen de la ciudad, acompañando los basurales y el olor a meado de los que tantos se quejan y escriben artículos como si esos fueran los peores males de la ciudad

Abandonados como otro tipo de desecho: la basura humana. Tan naturalizada que parece parte del atractivo bohemio. El típico borrachito porteño, que se pega el show y duerme entre ratones y mierda. ¡Qué pintoresco!

Víctimas o, para qué estamos con cosas, a lo mejor culpables de la soledad y miseria que ahora cargan. Yo qué sé y qué me incumbe. Siguen existiendo a duras penas, como un recordatorio latente de justicia inoperante, reinserciones fallidas, crianzas ausentes, pensiones inexistentes y, al final de su largo trayecto, de abandono a la tercera edad.

Desamparados en una ciudad adornada por extranjeros, con bonitos panes batidos pintados en las murallas, mientras en esas mismas marginadas calles duermen abuelos, sin casa ni mesa ni platos donde poner comida.

El Carlos ya no está, se murió de hambre, de enfermo, de solo. Pero da lo mismo porque viejos como él no faltan. Indigentes que prueban equivocado al Gitano Rodríguez, porque la historia de Valparaíso prácticamente la escribieron, pero la suya propia nadie la sabe. Vivos porque no se han muerto nada más, vagabundos vejestorios que penan como fantasmas de una historia innecesariamente larga, observados e ignorados por los porteños con rostro de fría indiferencia.



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